Resulta increíble cómo ha aumentado la preocupación por los problemas ecológicos en las últimas décadas, obligándonos a tomar conciencia de algunos de nuestros límites. Está claro que queda mucho por hacer, pero si cien años atrás alguien hubiese pronosticado este cambio tan radical, habría pasado por demente. Y eso que esta nueva mentalidad incluso afecta fuertemente la libertad individual, estableciéndole ciertos límites, lo cual siempre que sea razonable y bien fundado resulta lógico, porque esa misma libertad que ahora se restringe puede ejercerse, y en el fondo depende de ese entorno que se quiere proteger. De no tomarse medidas, una libertad mal entendida podría limitar mucho más esa misma libertad en el futuro -incluso de manera irreversible-, al no respetar los parámetros que le permiten existir. De esta manera, por mucha libertad que se quiera, hay acciones que en atención a sus efectos sobre el medio ambiente sencillamente no se deben realizar -aunque se pueda-, para lo cual el Derecho muchas veces interviene castigando a los infractores. Sin embargo, esta sana limitación de algunos usos de la libertad frente al medio ambiente (que en realidad podríamos calificar como una actitud realista) casi desaparece cuando enfrentamos esa misma libertad a aquellos bienes y valores de las sociedades humanas que van más allá de los intereses particulares en juego, o si se prefiere, que apunten al bien común. Lo cual no puede menos que resultar curioso, porque si dependemos de ciertos órdenes y equilibrios ecológicos para subsistir, con igual o mayor razón también dependemos de ciertos órdenes y equilibrios sociales (y morales) para ello. Y la paradoja es más llamativa todavía, porque por así decirlo, se presta atención a lo que tenemos más lejos (la naturaleza extrahumana) y no a lo que tenemos más cerca, a nosotros mismos. En nuestras sociedades occidentales muchos límites a la libertad individual son duramente resistidos, ridiculizados y hasta atacados, si se aducen estas razones de tipo social. Ello pareciera deberse, en parte, al hecho de no querer prestarles atención, generándose una auténtica ceguera a su respecto. En efecto, es como si diversos aspectos (la natalidad, la familia, la sexualidad o el respeto de la vida en sus etapas inicial y final) no tuvieran la más mínima importancia para el hombre, de acuerdo a algunas concepciones actuales, creyendo que da lo mismo lo que hagamos con nuestra libertad, por mucho que afectemos estos aspectos fundamentales del ser humano, o incluso hasta echarlos por la borda. Por ello resulta curioso e indignante la sorpresa de algunos ante las consecuencias negativas. ¿O es que se cree que es más importante para la humanidad que se respeten ciertas especies animales a que se dé una adecuada formación a las generaciones futuras? Es algo así como preocuparse por detalles del jardín y no por la casa, que comienza a caerse en ruinas. Ambas cosas son importantes, no cabe duda, por lo que parece absurdo poner tanta atención en una y casi mofarse de la otra, tomando en cuenta que sus efectos negativos son tan drásticos para nosotros en uno como en otro caso. |
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